El libro completo, disponible aquí. «13 cuentitos profanos» de Gabriel Conte fue editado en el año 2001 y presentado en el Teatro Quintanilla, por Raúl Silanes y Raúl Lilloy, con un show de música a cargo de Tilín Orozco.
Esperanzas y dedicatorias
A mi abuela Teresa Pepa.
Con la esperanza de que el nuevo siglo renueve las utopías.
A quienes no sobrevivieron al feroz oleaje del siglo veinte.
A los que, a pesar de todo, sobrevivieron y siguen remando contra la corriente.
Al poeta Roberto Brillaud, de quien aprendí que se puede hacer catarsis con el pesimismo escribiéndolo y, así, seguir siendo optimista.
PRIMERA PARTE
«Los pájaros revoloteaban, entraban raudamente y salían de entre los espesos ramajes de los árboles, pero todo lo demás era silencio. El viento agitaba los arbustos, pronto reinaría la oscuridad, las grandes hojas sé estremecían temblando. De pronto un gallo cantó a la distancia y su canto sonaba como un canto de sueño y de muerte, como un cuerpo lejano, como un aviso a todos los hombres que estaban a punto de morir y una llamada a los fantasmas para que volviesen a sus casas…». Héctor Tizón,de «Luz de las crueles provincias».
1 – Gatos gordos
Gatos gordos. (Dos). Bien criados. Sobrealimentados. Posados en la tierra húmeda de la tumba de los Allende-Pérez. Bajo una parva de malvones gruesos, enraizados, que aun transpira la mojadura mañanera. «Ya no quedan ratas en los depósitos», dice Don Prieto, de oficio enterrador, empleado del cementerio municipal desde hace 23 años. «Me desvivo por atender a los muertos», deja, esperando una sonrisa. Los gatos gordos (los dos), yo, los malvones y todo lo que aquí envilece de vanidad por latir aun, le tiramos los sentidos contra la cara. Se da vuelta y escarba un poco en el piso con la pala. Levanta dos adoquines, como buscando nada. Caliente. Porque su frase preferida, esta vez, no ha surtido efecto. Y tan buena que le parece. Irónica, siniestra. Verídica.
2 – Visita
Una laucha desmiente las versiones. Surca el Cuadro Uno. Ingresa a la Administración, recorriendo la galería. ¡Sale! Rehace aquel trayecto. Se detiene junto a una lapida hundida en su costado izquierdo. Nos fija los ojos, brillosos. Tristes. Alegres. Y nuevamente se sumerge en la nada que yace dos metros hacia abajo. En ese lugar, una mujer de 77 años estalla en movimientos orogénicos al pretender desarrodillarse. Pone en situación de maniobra tenazmente esos huesos que quieren quedarse allí de una vez por todas. Para siempre. Y se va parando, poco a poco. Dos torcazas que la siguen desde una rama baja del ciprés, huyen, asustadas por tanto crujir. Con ambas piernas en danza de compás, la mujer sostiene su estructura, digamos, en forma erguida. Un ramo de chinitas en su mano izquierda llora una ausencia eterna y desparrama pétalos, hojas y seguramente polen por el suelo. Los gatos gordos se intranquilizan al verla. Se miran y se transmiten mensajes. Uno se encorva y exhibe puntas en cada pata. Se relame. Ahora el otro. Ahora los dos. Se mueven. Parece que se le van a tirar encima. A la señora. Pero es sólo parte del juego. Seguidamente (los dos) se sumergen en la modorra. Sus rostros delatan soma.
3 – Ex ofrenda
El espanto de una paloma que inicia un vuelo no previsto provoca una ovación plumífera. Se posan en los nichos de la pared del fondo, casi centenaria. Hurguetean un poco. Tiran contra el piso, sin querer, un ramo de flores plásticas retorcido, seco, feo, desteñido, viejo, sucio. Hipócrita.
4 – Habitúes
Señoras gordas. Enganchadas brazo con brazo pendulan por el camino que surge de la entrada principal. Cada dos pasos, desordenan las baldosas rojas. Cuchichean obviedades mirando acompasadamente este y el otro mausoleo. Se detienen en el de la Hija del Fundador. No se miran. No comentan. Dejan de cuchichear. No se desenganchan. Una estira un poco el otro brazo y toca, haciendo movimiento de limpieza, una placa que dice:»Gracias Hija del Fundador por el favor concedido». Dan un paso hacia atrás. Deciden quedarse un ratito más. La otra, husmea el bolso de las compras que le cuelga del brazo no ocupado. Está hecho con sachéts de leche «Valle Uco» anudados y cosidos en forma absolutamente artesanal. Por ella. Hace diez años. Allí están los gajos de uña de vaca.En leve acción giratoria ponen la vista en el cielo en donde el cuarto creciente apenas se nota y avanzan, pendulando. Llega Cuadro Dos. Una -casi corriendo- automáticamente se prende de una lata de cinco litros que alguna vez contuvo aceite de cocina. Y la cuelga del surtidor. La llena de agua. Otra, se abalanza escarbando desaforadamente en la tierra, sumergiendo en pequeños hoyos unas plantas un poco pinchudas, jugosas, llenas de raíces.
5 – El cobrador
San Antonio no existe: es la Hija del Fundador. «Por favor, ponme un novio en mi camino». O, taxativamente, «quiero un novio». Entre muchas otras cosas que se desean, menos carnales y más utilitarias. Esas cosas están estampadas en una hoja de carta. Sobres que dicen «vía aérea». Aterrizan disimuladamente, como sabiéndose vanas, por una rendija en el mausoleo de la Hija del Fundador.El gordo, munido de dos portafolios (summum de la ridiculez del empleado-público – adscripto a-Contaduría), ingresa por el pórtico. Mira acá y allá. Se le arrima el Administrador. Pasa uno de los portafolios a la otra mano, para saludar. En esa mano, dos portafolios. El de la casa ya sabe. Han pasado 15 años y corresponde ya. Mira y dos obreros obedecen. Abren con esfuerzo la casi hermética puerta del mausoleo. Un batallón de arañas tiran hacia adentro, tensando sus telas. Sucumben. Dos palas juntan monedas, cartas, billetes, regalitos capaces de sortear esa abertura, en la última morada de la Hija del Fundador. El gordo cambia sus portafolios de una mano a la otra, por turnos. Transpira. Mira para otro lado. No quiere tocar. No quiere. No quiere. Abre y de dos paladas llenan ambos contenedores. Una moneda lo quema. Suelta y, no sin reacción del Administrador y de dos obreros, deja caer todo.Se va. Trescientas veinte monedas en desuso – la inflación – van a la basura. «Las cartas y esas chucherías -dice El Contador-también». Setenta y dos pesos en monedas de 5, 10, 25 y 50 centavos. De un peso. Billetes de dos pesos, uno de diez, insulsa estabilidad. Sello en la nota de crédito. «Incorpórase al presupuesto».
6 – Favores
Dos hombres con mameluco siguen desde lejos los ademanes del Administrador:a) Mil disculpas. Usted sabrá. Que ya no hay lugar. Los tiempos cambian. Sí yo pudiera. Si usted pudiera alentarnos a encontrar un lugar.b) Haremos lo que podamos. Usted ya sabe. Muchas gracias. No se haga ningún problema. Le avisaré esta tarde misma.Es el otro día. Once y diez. Suena dos veces una campana. Los dos hombres se separan del camino del Administrador que sale al encuentro del mismo cliente de ayer. «Gracias, fue usted muy atento», le largan con miradas y palabras. «Es mi deber», parece responder. Y los guía uniendo ambas manos sobre sus genitales. Agacha la cabeza. Da un par de instrucciones con la mirada. Y todos le hacen caso.
7 – Rayuela
La rayuela. Así llaman esos tres a la faena de encontrar «lugares disponibles» en tierra. «A ver, a ver… ¡Un pasito para atrás…!», Dice uno y los otros dos largan la carcajada. Uno clava la pala. Dos prepara la mezcla. Tres llega con una angarilla repleta de ladrillones húmedos.
8 – Testimonios
a) Abre un bolso y mientras junta tierra, la cabeza le gira buscando intrusos que pudieran descubrirla.b) Cambia el agua hedionda del florerito. Pone flores nuevas. Siete claveles blancos. Los ordena, dejándolos caer una, dos, tres, cuatro veces, disconforme con el resultado. Dentro del panteón, ve que la miran. Garabatea sobre su tórax una cruz. De un bolsillo saca tres huevos de víbora y los mete en el florerito. Se va apresurada. Sale por la entrada principal y saluda a todos, como siempre. La saludan insistentemente. Ya es hora de cerrar.
9 – Trajín
Se aparece en los altos del Normal, con la vida a cuestas. Pero no grita ni exagera movimientos. Asusta no más. Se desvanece para ello.Recorre las quince habitaciones de La Casona del Parque. Intenta no perder la rutina.Asiste vestida de novia engañada a, por lo menos, otras siete propiedades en uso exquisito y aun en el abandono más mortificante.Y, además, está adscripta a la Escuela Científica.»¡No es muerte la que lleva uno en estos días!», ha comentado en ocasiones.
10 – Libro de quejas
«Hay discriminación», afirma el gordo Mortarotti, empleado municipal enviado por castigo a cumplir funciones al cementerio. Resulta que sus compañeros de trabajo se declaran abiertamente en huelga cuando llega «un fiambre grueso. Hay que envolverlo con la soga y meterlo despacio en la pileta. Muchas veces, los más desprevenidos, los empleados nuevos, los muy viejos y los muy jóvenes, caen con cajón y todo. Por eso, desde que llegó, siempre le toca al gordo hacerse cargo de los que, en definitiva el resto considera como «los suyos».
11 – Dos minutos 22 segundos. Con música tétrica
Tempus est iocundum, de Carmina Burana (Carl Orff, 1895-1982), suena. En esos 2 minutos 22 segundos:-Un sapo salta desde el hueco húmedo ubicado junto a la canilla del Cuadro Cuatro. Lleva la boca cosida. Guarda como su mejor secreto un nombre, una foto, una frase. No puede eructar, empachado de oscuridad como esta.-Siete gatos que caminan en fila, indivisiblemente uno detrás del otro, juegan barajas con una vida.- Sube la noche. El sereno decide apagar las luces. «Nadie se atreve a entrar con las luces apagadas», se dice. Descorcha una botella. Se arroja sobre la destartalada silla de mimbre y se propone sumirse en la incredulidad total.(Cierra el cuadro: Fortuna Imperatríx Mundí, 5 minutos)
12 – El brujo
Gemidos, hacia el fondo. Dos que corren, notoriamente afectados, y dan urgente aviso al Administrador. Gemidos, llantos. El Administrador que agradece y despide y trata de tranquilizar. Descrédito. Gemidos, llantos, gritos que se multiplican en eco. El Administrador que decide una reunión de personal, justo ahora. Y van todos juntos, valientes. En el osario, el Hombre del Altiplano transpira su última chicha. Recibe en devolución sus gritos, llantos y gemidos. Suelta el féretro que un segundo antes acunaba. Y se entrega a sus captores. Al día siguiente, la Mujer del Altiplano, llora disculpas y devuelve tres frascos con huesos de diverso tamaño y se estipula origen. Nadie dice para qué. Se intuyen propósitos. Se desconocen motivos y destinatarios.
13 – Vengativa congoja
Todos lloran. No hay excepciones. Un rápido relevamiento del enterrador así lo confirma. Lo vienen haciendo alternativamente desde hace doce horas, entre pocillos de café y pequeñas raciones de alcohol (consumo incluido en el costo final del evento). En el húmedo tumulto de rostros hartos ya, se cuentan parientes cercanos de aquí nomás, parientes cercanos llegados hace horas desde lejanas tierras, parientes lejanos de aquí y de allá, muchos vecinos y personal de la Funeraria. Hay un clima de dolor. Hasta el enterrador ha decidido abandonar la pala contra una tumba vecina para dedicarle una tira de lágrimas al difunto. No lo conoció, claro está. Pero es tan conmovedor ver cómo todos sufren este momento que qué otra cosa queda por hacer. «Uno nunca se va a acostumbrar a esto», le dice al que parece llevar la batuta, el que inmediatamente aprueba, secándose las lágrimas. Todos, en principio, parecen agradecerle el mal momento que está viviendo, -compartiendo, sería la palabra más adecuada. Algunos amenazan con ademanes con tal de echarle una mirada al reloj. Pasados diez minutos de lloriqueo, el coro de llorones lo mira, como diciéndole: «Dale, qué esperas, qué lloras vos». Pero él, nada. Se mantiene incólume mirando hacia abajo y de cuando en cuando sonándose la nariz. En el fondo, está enojado con la parentela que se negó a pagarle por la construcción de una nueva pileta: lo hizo con un albañil «de afuera», al que ni siquiera desde la Administración se le permitió preparar la mezcla dentro de los límites de la necrópolis. Llora. Parece afirmarse en una frase que no conoce y que escribió Jules Renard: «Un entierro es cómodo. Uno puede mostrarse desagradable con la gente, y lo consideran tristeza».
SEGUNDA PARTE
Otros textos
Blablablá
No sólo resulta deprimente verlos desfilar por el centro como si qué cosa. Con esas ropas. Vaya una a saber de qué bisabuelo la heredaron. De qué parroquia la recibieron. Los muy haraganes. Y sus hijos, que ni van a la escuela. Ni les interesa que vayan. Tienen hijos cada dos por tres y después los largan a la calle. Vagos. Vagos. A dar lástima. Y los turistas ven todo eso y qué turista volvería luego de ver esa barbaridad.Si hasta parece que viviéramos en uno de ésos países. Por favor. Y son unos caraduras. Si te descuidas te dejan sin ropas en pleno centro. No se qué hace la policía. Pero si al final de cuentas siempre terminamos alimentándolos nosotros. Estén fuera o bien adentro de la cárcel. Yo soy muy católica. Si hasta he sido en otras épocas de la cofradía de la parroquia. Pero no se. Yo no se qué sentido tiene que sigan viviendo si son la lacra de la sociedad. No digo que los maten. No. No. Pero que por lo menos los mantengan en línea. Donde no se vean. Uno ya no puede siquiera pasear por la ciudad.Está llena. Falta que también los dejen entrar al shopping. Por todos lados. Tomás el té con el estómago hecho un nudo de tanta mugre suelta por allí. Ahhhj.Ni se te ocurra pensar que creen en algo. Naaadddda. Van a la iglesia a pedir y a pedir. Y así mugrientos como siempre. Una barbaridad. Una bar-ba-ri-dad… mirá. Cómo cambian los tiempos. Una vez el hijo más chico del Dr. le tiró una moneda en el plato a una de ésas. Fui y se la quité. Y tuve que re-prenderlo. Que vayan sabiendo. No es fácil hoy en día ganarse un centavo. Si lo sabré yo.Desde chica mis padres me enseñaron a no pedir. «Cada quien debe conformarse con lo que DIOS le ha dado», me decía. El era muy creyente. En casa todos somos MUY católicos. El sacerdote ha venido varias veces a cenar a casa. Y piensa igual que yo. Ahh. Siii. Yo siempre le digo. No permita que estén en la parroquia. Que Es La Casa Del Señor. Pero. Qué le vas a hacer.El no puede tomar esas actitudes. Vos sabés cómo es la gente. Y ni qué decir de los periodistas. Y de los derechos humanos. La gente habla y habla. Pero habla por hablar. Y no todos tienen la cultura necesaria. Vos sab…
Cotidiano
«Tengo los pies que no doy más», dijo al llegar a la casa, dándole un beso en la mejilla al marido que estaba haciendo la comida (guiso de fideos con un poco de cada cosa papas que sobraron de la tortilla de anteayer, zapallo calabaza de la sopa de ayer, un par de huesos de osobuco que le dio el carnicero) y estampó de un aventón de piernas las alpargatas contra la pared. Una fue a parar justo adentro del lavarropas a dinamo, como cansada de tanto polvo.Anabel venía llegando de la tarea de la mañana: lavar y planchar por allí ahora. El marido, que no tiene trabajo desde hace dos años, la miró de reojo y le empezó a hablar de los chicos. Los siete van a la escuela y desde hace tres meses les han retirado la copa de leche, «por razones presupuestarias». La Yanina y el Ezequiel hoy se tuvieron que ir sin comer -dijo, mirando por encima de la mano que le tomaba la frente, como esperando respuesta. Y agregó después, a modo de explicación: «era tarde cuando conseguí qué… Más luego va a ver que llevarle un bollo de pan la escuela… Dice la maestra que por ahí le agarran unos bajones a la Yani, y que por eso es que va a repetir de nuevo… A mí ya me tiene podrido… -dijo luego, tomando un repasador sucio y embocándolo también en el lavarropas-. No sé si conviene que siga yendo, a la final -reflexionó, sin contar con gesto alguno de Anabel como respuesta, cansada. Mejor dicho, extenuada. Harta. Sacó la alpargata del lavarropas. La ropa sucia que esperaba ser lavada saltó del canasto que estaba sobre una silla. Llenó el ruidoso aparato con el agua que se estaba calentando en un tarro, afuera. Le echó de nuevo la ropa. Primero la blanca. Y recordó prender la tele.Hurgó en los 42 canales del cable que le pasa la vecina (que está colgada del de a la vuelta) y encontró el programa del día anterior de «La Susana», trasmitido por un canal para mujeres que transmite, dicen, desde Miami. Casi olvida que debía encender el lavarropas, después de que vio aparecer a todas y cada una de las modelos top argentinas. Pero cuando el marido dio vuelta la silla, para sentarse con las piernas abiertas y la cabeza apoyada en el respaldar, giró 180 grados y se dirigió al antiguo aparato Drean. Necesitó darle un par de golpes antes de interrumpir al obnubilado amo de casa. El Cacho le asestó una patada sin despegar los ojos del televisor y, justo cuando venía la propaganda, el artefacto comenzó a andar.-No doy más. No se por qué me duelen los pies si hoy estuve cinco horas planchando y, en realidad, me tendría que doler la espalda… o los riñones, por lo menos-murmuró Anabel, echándole una probadita al guiso. «Ta’ bueno» dijo relamiéndose. Le guiño un ojo al Cacho. Sacó los platos, comieron. Anabel partió por el callejón, sin más. Estaba terminando «Hola Susana».
Izquierda
No fue suficiente motivo poner guitarras y zapatos taconeando en un improvisado escenario central, para lograr captar en su integridad la atención de quienes pasaban por la plaza.juegos de luces. Agua que salta. Música. Ires y venires de gente despreocupada.Hacia la izquierda, el tumulto alborozado. Es verano de los de 40 grados. Hacia la derecha, besos y calor adolescente. En el centro, frente al centro de la plaza exactamente ojos, oídos, pieles, lenguas que pujan hacia el tumulto. Aplausos.Y vuelta hacia la izquierda.Al centro, los músicos se juegan. Pero no es el eje. No es el eje desde donde los pensamientos se lanzan a rodar, las palabras brotan, las sonrisas brillan.Vuelta hacia la izquierda.Todos ríen. Y le reclaman. Filas a la espera de su turno. El antiguo grifo, centenario, aun canta su agua – que- haz~de~beber, hacia la izquierda de la plaza Independencia. El eje.
Nada
Tembló. Fue tal vez el temblor más fuerte que haya sacudido a un lugar. Casi todo lo que estaba en pie, cayó. Excepto las casas que previeron el riesgo sísmico. El siniestro nos tomó desprevenidos. Estábamos en un sector que geográficamente, se ubicaría en el barrio Santa Ana. Pero las construcciones eran diferentes, más lujosas. Teníamos en el lugar algunos conocidos. Tras el zamarrón, atinamos a salir corriendo para conocer el estado de nuestras familias y amigos. Pero todo se había terminado allí, instantes antes. Una ráfaga de viento en forma de cuchilla y siguiendo una línea firme, iba destruyendo por hileras todo lo que se le cruzaba. Fue entonces cuando comenzamos a pensar en que estaba sucediendo algo muy fuera de lo común. Ya no era prioridad preguntar por los parientes; se hacía necesaria la atención de la gente del lugar. Reíamos con tristeza. Un extraño placer escalofriante recorría nuestras venas. Intentamos rezar pero nos resultó imposible recordar oración alguna, ni nada parecido. Pensamos en el fin del mundo y, de un pantallazo, se presentó frente nuestro el pavor ante la posibilidad de un gran juicio sobre nuestras vidas. No había tiempo para preparar un alegato satisfactorio. Tan solo deberíamos responder con la verdad. Nos pusimos de acuerdo en mentir. No aceptaban mentiras piadosas. Mientras pensábamos en futuros inexistentes parados sobre el techo, de rodillas frente a los negros nubarrones de tierra, todo se desplomó. No quedó nada sobre la faz de la tierra.
Una caminata por la cornisa
Dio media vuelta sobre su costado izquierdo y de un manotón apagó la radio. Comenzaba el tedioso panorama agropecuario, lo que equivalía a decir que eran las seis y media de la mañana. El viejo despertador de la abuela no funcionaba desde hacía años, pero igual la familia se demoraba en reemplazarlo. Ello lo obligaba a dejar la radio prendida durante toda la noche para no escaparle a la hora en que debía levantarse. Era sábado. Con un torpe movimiento saltó de la cucheta superior y trastabilló al caer sobre el piso resbaladizo de plástico. Miró hacia la cama de abajo. Su hermano dormía como un tronco. No encendió la luz. En puntas de pie recogió un jean gastado que estaba en el suelo, al lado de la cama. Buscó en el último cajón de la cómoda una remera. Encontró un par de medias rotas, pero igual decidió llevarlas. Tomó la caja y se fue al baño en el menor de los silencios. Abrió la ducha, helada, como siempre. Mientras el agua caía sintió ganas de mear, al fin y al cabo acababa de despertar. Meó. Giró hacia el espejo. Miró durante un rato su rostro y los pelos parados. Puso distintas caras. De alegría, de tristeza. Cayó una lágrima mientras pensaba el plan del día. No decidía si meterse o no bajo la lluvia fría y aprovechó ese tiempo para revisar aquella decisión. Se bañó, qué mejor regalo de cumpleaños podía hacerse. Cumplía 17. Ya había meado. Miró su pene y estaba parado, a pesar del frío. Lo tomó por su cuello y comenzó a agitarlo. Un minuto después calmaba la agitación bajo el agua. Fría, helada. Enjabonó rápidamente los genitales y los enjuagó igualmente rápido porque el jabón y el agua se habían confabulado contra la irritada piel. Cerró la canilla y saltó fuera de la bañadera. Tiró de un toallón hasta que ese agujero creció y cortó la costura, lo que permitió que se descolgara de la pared. Se secó frenéticamente, apurado, apurándose mientras relojeaba el espejo en donde se iba desenvolviendo de agua y toalla. Se peinó para atrás, miró la caja y se puso primero las medias, después la remera, el pantalón, el cinturón y sacó las zapatillas nuevas, mezcla de regalo de cumpleaños y necesidad de calzado entendido por la madre. Miró hacia el dormitorio de sus padres. La madre dormía en silencio, enrollada, abrazada a la almohada, como si hubiera estado llorando, tapada hasta la cabeza. Quiso avisar. Pero, silo hacía, sus llorosos ruegos lo detendrían. Su padre estaba internado en el neuropsiquiátrico desde hacía cuatro meses y nada ni nadie sabía qué sería de la familia. Ni de él. Era el cumpleaños y a nadie le importaba. Puso a calentar la tetera con muy poca agua. Sacó su vieja taza de loza y puso sobre ella el colador, Buscó algún resto de yerba como para preparar un mate cocido, pero no encontró, ni siquiera en el mate, usada. Apagó la cocina. Dejó la tasa y el colador allí, atestiguando su falta de desayuno, como una protesta. Miró hacia la piecita del medio y dijo silenciosamente chau al hermanito, el menor, tal vez el que más lamentaría su ausencia.Abrió lentamente la puerta de calle y lentamente la cerró, sin llave. Amanecía una tibia mañana de noviembre. Caminó con las manos en los bolsillos hasta la parada del 50. Algunas persianas se levantaron a su paso y algunas cortinas se movieron, curiosas. Miraba alternativamente hacia el frente y hacia abajo, en donde estaban las zapatillas nuevas. Las miraba como explicándoles lo que les tocaría como bautismo.Tenía solamente dos monedas. Con una, pagó el boleto en el transporte vacío. Se acomodó en el último asiento individual y puso la cabeza contra la ventanilla. En Além y Primitivo de la Reta tocó el timbre; había dormido los 23 minutos que duró el viaje. Bajó en Além casi San Martín y encaró sin dudarlo hacia el sur. Caminó por la vereda hasta alcanzar la Panamericana. Cruzó la ruta hacia la zona de parrillas. Miró hacia atrás y continuó caminando. Cuando se acercaba a Blanco Encalada se entretuvo calculando la distancia entre este lugar y la destilería de Luján de Cuyo, cuya chimenea brillaba detrás del río Mendoza. Cruzó hacia el lado del río, buscando el lugar en donde solía acampar con sus abuelos. Detectó el estanque redondo que, a unos cuatrocientos metros del río, servía desde hacía años a su abuelo como referencia. «Ahí está», decía y volanteaba a la izquierda para emprender un brusco descenso hacia la rivera. El Falcon gasolero, insólita e insoportablemente color celeste, saltaba un par de veces antes de llegar. Lo estacionaba bajo un aguaribay y caminaban con ollas, bolsos y botellas hacia un pequeño bosquecito. En una enramada, el abuelo revolvía los juncos bajo la sonriente y atenta mirada de la abuela y, siempre, encontraba allí una rústica parrilla hecha de alambres retorcidos. «Era «nuestra» parrilla», pensó. Siempre estaba allí. El abuelo calculaba que otros también deberían usarla aquellos días en que ellos no acampaban en el lugar. Y era más que una herramienta para la cocina, un símbolo del día de campo, ya que jamás de los jamases comieron un asado. La abuela llevaba los fideos caseros, preparaba el tuco mientras con su segundo marido caminaban hacia el río y les pegaba el grito cuando el estofado, con pollo y todo estaba listo. Para chuparse los dedos.Bajó. Revolvió entre los juncos y no encontró ningún alambre y mucho menos aquella seudo parrilla. No le importó mucho. Al fin y al cabo su abuelo había muerto y, desde entonces, nunca habían vuelto al lugar. No recordaba si, además, volvió a probar el estofado de pollo de la abuela. Pateó una piedra, de puro capricho. Y después se arrepintió al recordar que tenía zapatillas nuevas. Se arrimó al río. Allí estaba el puente ferroviario que tantas veces el abuelo quiso que él cruzara, cuando era niño. «Dale, maricón», le gritaba con cien metros de ventaja. «Puta, que sos cagón», le decía cuando volvía y lo encontraba atascado en el quinto durmiente, muerto de miedo por si pasaba un tren que nunca pasaría o por si trastabillaba y caía al río.Cruzó el puente ferroviario de ida y de vuelta. Y al volver, se quedó sentado a la sombra del aguaribay mascullando su logro. Pensó que el también podía estar volviéndose loco. ¿Qué corno hacía allí el día de cumpleaños? ¿Qué estaría sollozando su madre en ese instante? ¿Qué diría su hermanito? ¿Y la abuela? Y además, ¿qué estarían comiendo? No tenía idea de la hora, pero el sol pegaba fuerte y debía ser más de la una, seguro. Guardó el hambre en el bolsillo y siguió camino, por la Panamericana.Al fondo, una gran sombra denunciaba el ingreso a la cordillera. No tenía un objetivo fijo en la ruta, pero la sola tentación de llegar a la cordillera lo excitaba. Cruzó la ruta y caminó por la otra orilla. Un Rastrojero prometía frutas a cambio de dinero. Revolvió las manos en el bolsillo dando vueltas a la única moneda. La sacó, la miró y la volvió a guardar. La sacó. Con dos manzanas a bordo siguió su camino.Llegó al puente de Cacheuta y no podía dar crédito a lo que sus ojos veían: «Mendoza 40 kilómetros», decía el cartel. Increíble, pensó, y se sintió orgulloso de la hazaña. En un bar con apellido turco pidió agua. Tardaron en atenderlo. No tenía plata para esa Coca Cola a la que le tentaban con tanto afiche y calcomanías pegados en los estantes, paredes y espejos del lugar «Hace treinta años vine de Chile, a pasear no más, y aquí me tiene», escuchó que decía la mujer al fondo, a quien seguramente era el chofer del ómnibus de larga distancia parado en la puerta.- Servido el señor, dijo, con acento chileno, todavía.- Gracias.- ¿Va a comprar algo?- No, gracias. Por ahora no -dijo torpe, estúpidamente, siguiendo el discurso que su madre utilizaba frente a todo tipo de vendedores ambulantes.Salió del lugar, cruzó la ruta y miró de reojo el puente colgante de Cacheuta. La gente lo cruzaba entre risotadas y gritos histéricos de miedo o emoción. Se detuvo a mirarlos. Pensó en cruzarlo y el pánico se lo impidió. Imaginó al abuelo en la otra punta gritando «dale, maricón». Lo puteó y maldijo cien veces. Miró el cartel que anunciaba «Potrerillos» y le hizo caso. No había vereda y el peligro de los camiones y autos lo empujaron hacia la orilla del río, abajo. Caminó por allí hasta encontrar un camping por donde no lo dejaron pasar. Tuvo que retroceder unos cien metros y retomar la ruta. En Potrerillos, bajó por el río Blanco hasta su encuentro con el Mendoza. Se sacó las zapatillas y metió los pies entre las piedras frías. Mojó su cabeza que hervía y descubrió que las piernas temblaban, los brazos habían tomado un color rojo fuerte y la cabeza le dolía intensamente. Se recostó entre las piedras pero ya no soportó la exposición al sol. Tomó un sorbo de agua del río y buscó una sombra. Como la sombra de los cerros se empezaba a alargar, oscureciendo el valle, decidió no parar. Volvió por la orilla del río.Lo cruzó por un puente ferroviario y encontró un pueblo abandonado. Los techos por el suelo, las paredes derrumbadas. Parecía una estación destruida por algún alud o aluvión, o por el terremoto. Quién sabría explicárselo. Así es que se entretuvo imaginando su pasado y su futura restauración mientras emprendía el regreso. En una botella que tiraron desde la ~ ruta, metió seis sapos de colores que encontró entre los juncos. Les puso agua. Parecían felices. Se los llevó como recuerdo de cumpleaños.La noche lo sorprendió en Blanco Encalada. Los boliches empezaban a poblarse. Vehículos de distinto porte «bajaban» de un día de pic-nic en la montaña. Brillaban las luces de los autos a los que sin éxito pidió ayuda. Caminó más de un kilómetro marcha atrás haciendo dedo. Los maldijo una decena de veces hasta que se dio por vencido: el viaje lo emprendería por sus propios medios. Ordenó a su cuerpo que se la bancara un poco más y, a decir verdad, no se hizo oír muy fuerte la respuesta. En una heladería descubrió que estaba vivo a pesar de la insolación y el temblor generalizado de brazos y piernas se lo advertían. Desencajado, entró y pidió agua. Una chica con cofia lo miró un largo rato y señaló un bebedero. Envidió a cada uno de los clientes y se enojó con esos pendejitos que no se querían comer el helado, caprichosos nenes de mamá, regreso. En una botella que tiraron desde la ruta, metió seis sapos de colores que encontró entre los juncos. Les puso agua. Parecían felices. Se los llevó como recuerdo de cumpleaños.La noche lo sorprendió en Blanco Encalada. Los boliches empezaban a poblarse. Vehículos de distinto porte «bajaban» de un día de pic-nic en la montaña. Brillaban las luces de los autos a los que sin éxito pidió ayuda. Caminó más de un kilómetro marcha atrás haciendo dedo. Los maldijo una decena de veces hasta que se dio por vencido: el viaje lo emprendería por sus propios medios. Ordenó a su cuerpo que se la bancara un poco más y, a decir verdad, no se hizo oír muy fuerte la respuesta. En una heladería descubrió que estaba vivo a pesar de la insolación y el temblor generalizado de brazos y piernas se lo advertían. Desencajado, entró y pidió agua. Una chica con cofia lo miró un largo rato y señaló un bebedero. Envidió a cada uno de los clientes y se enojó con esos pendejitos que no se querían comer el helado, caprichosos nenes de mamá, tal vez hartos de comer helados todos los días. No dijo nada, solo miraba de reojo mientras tomaba desesperadamente esa gélida agua de heladería.No agradeció. Caminó por San Martín Sur hasta una cervecería. Allí cayó. Se sentía Jesús en su Calvario. Todo daba vueltas. Gateando, alcanzó el cordón de la vereda, para disimular. Revoleó a la mierda esa botella con sapos. Las apariencias, aquí, son muy importantes. Pasó la mano por sus zapatillas nuevas y se tomó la cabeza con las dos manos.Se puso de pie, a gatas, y reincidió en su plan. Calculó kilómetros recorridos y por recorrer, puteó a todos los conchetos que llegaban al centro con su mejor ropa en el día de su cumpleaños. Llegó a Rondeau y tomó para el lado de la costanera. Bordeando el Zanjón intentó seguir caminando hasta Bermejo, hasta su casa, pero no pudo. La abuela vivía a cien metros del Zanjón y se lanzó hacia ella. Golpeó la puerta. Atendió una tía que vivía en Córdoba y estaba de visita. «Nene, estábamos preocupados», dijo, como con bronca ajena, como quien llega de viaje y se encuentra con semerendo bardo. «Bueno, ¿estás bien?», dijo consolándose, hasta que la abuela vino y lo abrazó y besó indultándolo instantáneamente de todos sus pecados. Alguien corrió a la casa de una vecina a pedir el teléfono para avisarle a su madre que había llegado. La tía sacó un billete de diez pesos de la cartera y dijo «Es poco, pero a vos te sirve para que te compres algo; feliz cumpleañosSe quitó las zapatillas y la ropa y se zambulló en la repleta bañadera de agua helada. Se puso el calzoncillos y se tiró a dormir en una colchoneta, ya que el resto de las camas estaban ocupadas por los parientes de visita.Cuando amaneció, no le dolía nada, tenía un leve color tostado en la piel y la abuela cebaba mates y preparaba pan con manteca y dulce como cualquier otro día. Llegó a su casa y todo estaba igual. Los sollozos, los eternos fideos duros, los hermanos peleando, su hermanito saltando alrededor, su padre en el loquero.
Secotaro bar
1
Los vómitos de la noche de paga se descuelgan sobre el barroso contrapiso. Hacia el fondo, una treintena de botellas enjugan su licorosa agonía. La madrugada cayó filosa hiriendo nuevamente a los llagados peones del campo, que anoche reincidieron en el ritual de golpear con el tejo a la angustia inconsciente de la malaria. Despabilado eternamente, el metegol se arrincona hasta la nueva luna, presintiendo su destino de nido de gallinero. Las bochas codean su brillo gastado contra un costado de la cancha, ante la vista cancina del inútil choco sempiterno que no ladra, ni come, ni muerde, ni gruñe a los niños, ni festeja, ni duerme, ni camina, ni existe. El rasguido de las pajas contra el suelo junto al gululear del agua de la acequia acomodando su salto al vacío en el interior del mate de riego, soborna por silencio a los pitojuanes somnolientos que observan con histérica curiosidad desde esta o aquella rama del siempreálamo.
2
No hay palabras en uno ni en la otra, entregados a la rutina y subyugados por el mate acerbo. No es suficiente la soberbia mecánica de los relojes para acelerar la inercia en el espacio. Se sabe, lo sabe el uno y la otra, lo conocen la acequia y el diálogo permanente de las ramas. Todos ocultan lo que ha pasado y todos deben olvidar. Un amargo, y entrecruzar de miradas en el escaso lapso que insume abandonar la escoba, retomar el pisón; colgar el mate de riego, remojar la rejilla en el sifón.
3
Sube el sol entre remolinos de polvo hiriente. Cae, resfriado ante la frigidez del silbido sureño. Esta noche no hay luna; no hay luciérnagas, ni gatos en celo; no hay alcohol, ni juerga, ni mañana habrá resaca en todo el lugar.
4
No logra conciliar el sueño el fantasma gris de grises pasos, inmerso en la decolorada noche de bar sin visitantes Agobiados, los ladrillos que de puro viejos muestran su decrepitud a cada costado (acongojados por tanta y confesa tristeza) retienen los llantos de aquellas sillas desclavadas. En la espesura de antiguos humos enganchados en la araña de amarillento vidrio, vejado por tanta noche, re-china sonámbulo un sordo taco chillón, al restregarse contra la costra de una baldosa. Y desde el vértice del cielorraso, entreteje su destino abúlico otra araña, animal de patas largas. Gris. Ocre, el mostrador lustroso y espantatierra. Aunque los gruesos vasos celebren bocas en fuga, su frío no alcanzará el abrigo de una mano pasajera; evaporará sus brillos contra la timidez de los espejos.
5
Un naipe cae.