La política está blanqueando viejas mañas, pero las institucionaliza como objetivos: no hay oferta electoral sino representantes del que tiene la lapicera. Se elige antes de las elecciones.
La situación que están viviendo los partidos políticos a la hora de conformar sus listas de candidatos a las elecciones de medio término bien podrían ser observadas como un fenómeno de cambio de época.
Se puede argumentar que «siempre fue así», con dedos gigantes indicando quiénes sí y quiénes no, o pulseadas interminables hasta el momento mismo de que finalizara el período de tiempo, como si se tratara de un gran juego de mesa (a veces entre pares, otra entre desconocidos).
Pero se presentan «novedades» a la hora de arribar a acuerdos que terminan por configurar un momento en el que todos quedan insatisfechos y todos, todos, actúan a espaldas de la sociedad a la que dicen interpretar y, finalmente, representar.
Son tiempos en que, a nivel general, se promueven (y tienen éxito) las divergencias y no las coincidencias. Las fuerzas políticas no son homogéneos núcleos de coincidencia de pensamiento, sino maquinarias electorales. Y depende mucho de quién quiera usar esa máquina y para qué en la forma en que se propongan y cuajen los nombres para competir con otras fuerzas por integrar cuerpos legislativos.
A la vista están las evidencias de que los grupos que siguen actuando como unidades políticas a pesar de su disgregación palpable, saben a priori quiénes ganarán, cuántas bancas les tocará y, con ello, arman el esquema competitivo, que a esta altura parece un mero trámite o formalidad.
De tal forma, la «elección» se da a la hora de presentar las listas, y no en las urnas.
Y para ello se simplifica el sistema de valores: van a lo concreto, que es que el que manda defina quién va en dónde y para qué. Si ese poder esta repartido, se complica más y hay discusiones y pulseadas, y cada jefe de «banda», «grupo» o «sector» pone sus «testaferros». Y si no hay para nada acuerdo y se sabe que esta elección no van a ganar, directamente van en las listas los mandamás de cada grupo.
Así puede verse que no se arman listas competitivas «para afuera», sino -probablemente, y esto es tan solo una hipótesis- algo así como distintas categorías, en una escalera hacia las candidaturas.
¿Podría decirse que es una reconfiguración del concepto de «fraude», pero que se consuma antes de ir a votar?
Algunas características actuales:
Testimoniales. Los que mandan en cada sector se anotan a sí mismos. Si les tocara ganar, no asumirían y dejarían pasar al de atrás en la lista. Saben que no van a ganar, pero sí engañar y conseguir, con esa maniobra, algún voto más. El partido les agradecerá lo que se ve, desde ese particular cristal, como «un sacrificio personal».
Testaferros. Ya casi no hay candidaturas de referentes sociales para tentar a la ciudadanía con rostros, trayectorias o proyectos, sino que la puja es entre dirigentes para colocar a quienes mejor les respondan al momento en que los necesiten. El término suena áspero, porque suena a prestanombres en negocios non sanctos, ¿pero qué es si no ponerlos en el «seleccionado» de personas que toman decisiones solo porque su manager los necesita?
Chacarita de funcionarios. Hay una novedad absoluta en la forma de enviar gente a integrar las listas y que habla de un desprecio hacia las instituciones parlamentarias que ya no viene de la gente -harta o asqueada- sino de la propia dirigencia política: para sacarse de encima a funcionarios ejecutivos se los pone en las listas legislativas, municipales o provinciales. Y listo. Hay numerosos casos. En lugar de apuntar a una reforma o un replanteo histórico de los Concejos Deliberantes, por ejemplo, se les desconoce la relevancia. Podría tratarse de un acto de realismo. Pero no se actúa cambiándolos, sino amontonando allí lo que los departamentos ejecutivos municipales ya no quieren tener en su estructuras. Esto habla -además de la incultura propia- de la parsimonia y pachorra por liderar la política, hasta el punto de haberla blanqueado solo como un mecanismo para otras cosas, y no para la transformación y evolución de las sociedades. Este modus operandi tiene su zenit en el envío a la Legislatura de gente «del partido» que no quieren que estorbe en el territorio municipal. Y así queda después la calidad del debate en el máximo espacio de representación, que ya no lo es de la sociedad, sino solamente de la comandancia de una confederación de pequeños poderosos municipales.
Nidos de «asesores». Así como ya sabemos que se abusa en considerar «asesores» a personas que no lo hacen, también ellos se han transformado en porotos que acumulan los dirigentes, ya no tanto para acarrear votos, al estilo de los punteros de antes, sino como piezas de intercambio, verdaderos rehenes de la política que crían más y más asesores en una ecuación que a la vista es más de acumulación de recursos económicos que otra cosa. Se ha empezado a mandar candidatos a que asuman una banca para que «cuiden» la lista de otra gente que acomodó quien detenta el poder de decisión de nombrar candidatos para no cortar esa racha y asegurarse continuidad propia.
En definitiva, algo de vocación política y de épica republicana puede que haya en algún resquicio o persona en particular. Pero lo que se aprecia a través de los modos aplicados y resultados obtenidos a la hora de analizar la propuesta que hacen los principales partidos a la sociedad, es un signo de decadencia, de renuncia a todo principio, de simplificación de los atajos hacia lo que antes, al menos, se buscaba disimular.
Imagen de tapa: revista Caras y Caretas 1899


