Es momento de poner un freno de mano y reflexionar sobre las situaciones que más nos duelen como sociedad. La inseguridad y el crimen son temas recurrentes en la conversación diaria, reflejados en los mensajes de la gente. El dolor de sufrir un delito es enorme, pero cuando ese delito se convierte en un crimen, cuando se pierde un ser querido, ya no hay palabras que puedan describirlo. No se trata solo de una pérdida material; es la ausencia irreparable de un familiar, un amigo o un vecino.
Hoy en Argentina hay casos que nos conmueven profundamente: el de Kim en Buenos Aires, Liam en Córdoba, Loan en el norte del país. Niños que han desaparecido sin respuestas claras. Según el registro de chicos perdidos, son al menos 124 los menores desaparecidos, incluyendo a Sofía Herrera, la nena que nunca más apareció en Tierra del Fuego.
Cada vez que se debate sobre seguridad, surgen las pasiones, los oportunismos y las miradas ideológicas. Hasta los asesinos parecen tener corrientes de pensamiento que justifican sus actos. En lugar de abordar la inseguridad con seriedad, en Argentina se tejen discursos contemplativos y hasta caritativos en torno a los delincuentes. Se buscan explicaciones para sus crímenes, al punto de casi reivindicarlos. Al otro extremo, aparecen posturas altamente punitivas, como quienes claman por la pena de muerte, sin considerar que es irreversible y que la justicia se equivoca con demasiada frecuencia.
El Estado debe actuar con firmeza, pero sin caer en excesos. No puede responder a la furia social con medidas apresuradas. Si se condena a muerte a un inocente, el verdadero culpable sigue libre y se comete una nueva injusticia. La clave está en la justicia rápida y eficaz. Las fuerzas de seguridad necesitan respaldo para actuar en las primeras horas tras un crimen, porque si no, la impunidad se instala. También los medios de comunicación tienen una responsabilidad: cuando se limitan a repetir casos las 24 horas, terminan generando un efecto contagio, informando a potenciales delincuentes sobre nuevas formas de delinquir.
Argentina ya tiene una Constitución desde 1853, un Código Penal y un marco normativo abundante. El problema no es la falta de leyes, sino su cumplimiento. Aquí es donde jueces, fiscales y defensores deben asumir su rol sin miedo ni cálculos políticos. La pena debe ajustarse a la gravedad del delito, y las cárceles no deben ser universidades del crimen. Sin embargo, los gobiernos muchas veces prefieren no agitar las aguas en este tema, sobre todo en años electorales, cuando prometen endurecer penas sin prever los recursos necesarios para encarcelar más personas. ¿Dónde alojarán a los nuevos presos? ¿Cómo garantizarán que las comisarías no se conviertan en prisiones improvisadas de donde los delincuentes se escapan con facilidad?
El objetivo no debería ser castigar después del delito, sino prevenirlo. La policía debe estar en las calles patrullando, no custodiando detenidos. Los delitos no deben suceder y los responsables de garantizar la seguridad deben asumir su tarea con seriedad. Es momento de tomar decisiones valientes y efectivas, sin excusas ni dilaciones. Como sociedad, debemos exigir justicia, pero también eficacia en la prevención. Es un tema de voluntad política y compromiso real con la seguridad de todos.
La entrada Justicia y seguridad: entre el dolor y la impunidad se publicó primero en Gabriel Conte.

