Las propuestas de Milei no dejan de generar sorpresa, pero no se pueden analizar en bloque, sino una por una. Los lobbies de las corporaciones afectadas pueden nublar el camino del debate, por lo que hace falta que los representantes muestren su trabajo como el enlace que son de la sociedad con el poder.
El presidente Javier Milei ha decidido tomar como resultado de las elecciones el que lo impuso en segunda vuelta en el cargo, con amplio margen, y rechazar el primero de los resultados, el que armó la representación popular del Congreso, que fue otro y en el que no tuvo mayoría.
De tal modo, ha impulsado una competencia contra el Poder Legislativo que prende fácil en una sociedad en donde la política aparece como desgastada por el paso de los años sin que su accionar ofrezca resultados aceptables para las mayorías, y el nuevo mandatario se monta en sus primeros días sobre las arbitrariedades que le otorga el triunfalismo de la denominada «luna de miel».
Es allí en donde aparece como fondo una «guerra de formas autoritarias»: la ejercida por el kirchnerismo, que ignoró a sus opositores y les negó el diálogo y hasta la existencia, autopercibiéndose como única voz posible, y la de Milei, que llega con un ideologismo en sentido contrario a querer imponer la primera «nación libertaria» del mundo.
Ambos modelos buscan impregnar de sus ideas al resto, cooptando dirigentes de todas partes y sumarlos a sus propósitos, y lo logran, algo que habla de que persiste el modelo de compra y venta de posicionamientos o, al menos, de flaca voluntad de sostenerse en sus principios por parte de los que se van sumando, tanto como facilidad para amoldarse a cualquier cosa que les garantice una cuota de poder.
Todo lo que propone Milei cambia las vidas de los argentinos. De entrada, en paquete y globalmente, es imposible rechazar o aceptar sin que se estudie paso a paso las implicancias y argumentos, es decir: si es capricho o reforma, si se trata de enderezar caminos torcidos o bien, de abarcarlo todo «porque sí».
Esto genera rechazos automáticos y aplausos fáciles.
Los que están cómodos haciendo lo de siempre y no quieren someterse a cambio alguno, es posible que ni lean de qué se tratan las medidas, tanto del DNU o de la Ley Ómnibus. Los que se hartaron de todo lo anterior, es posible se apuren en apoyar, con la misma actitud, sin entrar en detalles y celebrando el bloque completo.
Pero hay un término medio posible y es el que debería cundir: pasa por ver norma por norma la incidencia de los cambios propuestos y abrir verdaderas posibilidades a los cambios que resulten positivos, más allá de las corporaciones afectadas. Mientras que además, otro canal de discusión lo abre el método elegido para los cambios, vale decir, si son normales y legales o se busca la irrupción autoritaria.
Lo propuesto por Milei y sus asesores es mucho. Lo que hay que determinar en el camino de su aprobación, debería carecer de obstáculos ajenos a las vías previstas por la Constitución, y no evitar o soslayar sus principios, sobre todo, ahora que el modelo libertario rescata a su creador, Juan Bautista Alberdi.
Los berrinches de sector huelgan, ya no inciden, se cayeron con unas elecciones en las que la gente les dijo que «no» y le abrieron la puerta a Milei y sus otrora planteos platónicos en los paneles televisivos para transformarse en el caracú de su gestión presidencial ya con sentido concreto y no solo como motores del debate hacia un cambio de modelo.
Por ello es que a la sociedad le queda como refugio incentivar a los representantes que eligió para que abran la discusión de cada tema, lo expongan y aporten para conocer a fondo hacia dónde se quiere llegar, por qué, para qué y cómo hacerlo.
Lo que se impulsa no deja de ser interesante siempre y cuando no se imponga autoritariamente. Lo contrario sería admitir que «así de mal como estamos, estamos bien».